FEATURE: LA MUERTE EN EL PUEBLO:
Los testigos de El Mozote

FEATURE: LA MUERTE EN EL PUEBLO
- PUBLICERAD 2021-05-18
Los testigos de El Mozote
En diciembre de 1981, la muerte asaltó un pequeño pueblo en El Salvador. El hierro de la muerte fue levantado por un batallón entrenado en Estados Unidos y cayó sobre más de mil civiles, incluyendo muchos niños. Hoy en día El Mozote es conocido como la peor masacre en América Latina en tiempos modernos —por muchos años cerrada en nubes políticos y rayado por cubiertos conscientes.
El papel jugado por Estados Unidos en El Mozote en diciembre 1981 ha sido tema de debate constante —pero ahora, se arroja nueva luz sobre la participación de la administración del presidente Ronald Reagan.
— Es necesario que haya una comisión estadounidense que busca la verdad sobre El Mozote, Raymond Bonner —el periodista y ganador del Premio Pulitzer que fue uno de los primeros reporteros escribiendo sobre la masacre— explica a Revista Global.
Por Klas Lundström
EL SALVADOR | Era durante un día de diciembre de 1981 cuando unos campesinos salvadoreños se encontraron Rufina Amaya por una orilla del río. Estaba deshidratada y agotada. En estado de shock. Hablaba de crueldades. Sobre cosas que había visto. Experimentado. Y sobrevivido.
— Apenas podía hablar, le dijo Rufina Amaya a Mark Danner, reportero por la revista New Yorker, en 1993. Hablé y lloré, hablé y lloré; no podía comer, no podía beber, solo balbuceaba, lloraba y hablaba con Dios.
Los rumores ya volaban en Morazán, un departamento en las tierras altas del norte de El Salvador, cerca de la frontera con Honduras. Algo malo había ocurrido. Pero fue difícil verificar los datos. Carreteras estaban cerradas y el movimiento guerrillero Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, el FMLN, se había retirado por razón de una operación militar a gran escala del ejército salvadoreño —conocido como “Operación Rescate”.
Una ofensiva militar hoy en día asociada con la tragedia en El Mozote. En aquella aldea, Rufina Amaya residía con su familia en medio de la furiosa guerra civil de El Salvador. En diciembre de 1981, sin embargo, no quedaba nada de la aldea. Nada más que humo, silencio y mil cadáveres de civiles.
“La Frontera de la política exterior estadounidense”
José Napoleón Duarte, entonces presidente de la Junta en poder, refutó los rumores sobre violaciones de derechos humanos iniciadas por el gobierno contra la población civil en Morazán. Sr. Duarte llamó las atrocidades anunciadas por la radio guerrillera —Radio Venceremos— en El Mozote como un “truco de guerrilla”, con el objetivo de sabotear las esperanzas de El Salvador de asegurar aumento de la ayuda militar de los Estados Unidos.
A finales de 1981, Raymond Bonner, entonces de 38 años, solo había trabajado como reportero durante un corto período de tiempo, contribuyendo al New York Times.
— Hay que recordar —Sr. Bonner explica a Revista Global— cuando empezó la guerra civil en El Salvador, fue el foco principal de la política exterior estadounidense; fue aquí donde Estados Unidos trazó la línea en la arena contra el comunismo.
Durante la década de 1980, poca gente abrió sus pocas para hacer preguntas en El Salvador. O sea, no en voces altas. La población salvadoreña se dejó en silencio. Saber ciertas cosas podría ser una sentencia de muerte.
“Shakedown” centroamericano
En 1979, la tierra de Centroamérica tembló. En Nicaragua, el movimiento sandinista, el FSLN, removió a la dictadura de Somoza protegida por Estados Unidos —y en El Salvador, el presidente derechista Carlos Humberto Romero intentó a calmar la fiebre revolucionaria por conversaciones con los movimientos armados de izquierda, que habían ganado mucho apoyo en sus demandas por reformas sociales en un país derribado en pobreza.
A través del telescopio geopolítico de la Casa Blanca en Washington DC, las revoluciones populares parecían haberse convertido en una moda política persistente en Centroamérica.
Por lo tanto, el entonces presidente estadounidense Jimmy Carter apoyó el golpe contra el presidente Humberto Romero por parte del ejército salvadoreño en el 15 de octubre de 1979. Sr. Carter estaba bajo mucha presión; encima una revolución sandinista y un drama de rehenes en Irán, los Estados Unidos además enfrentó una elección presidencial —una que el oponente republicano del Sr. Carter —Ronald Reagan— estaba en curso a ganar.
El principal político de Sr. Reagan fue su prometa de enfrentar “el comunismo” al sur de Río Grande.
“Así, habiéndose fortalecido a sí mismo como un moderado sensato, procedió a asustar con pasión su audiencia sobre las intenciones soviéticas y luego trazó el camino sensato a partir de ahí. Los soviéticos estaban ‘siguiendo un programa para lograr una clara superioridad militar sobre Occidente’, escribe el historiador y experto de derecha Rick Perlstein en su libro “Reaganland”.
“Status quo” y Escuadrones de la muerte
Según la administración neoconservadora recién instalada del presidente Sr. Reagan los hechos más alarmantes en Centroamérica no fueron los disparos por parte del ejército salvadoreño de civiles pacíficos en la capital, San Salvador, en enero de 1980 —un tsunami de balas que dejó más de 50 civiles desarmados muertos y muchos más heridos.
La mayor amenaza contra la estabilidad del continente fueron los movimientos políticos que buscaban reformas agrarias —según la administración estadounidense productos del “Imperio Soviético Malvado”. La resistencia armada de las guerrillas salvadoreñas fue descrita como un “caso de manual de agresión armada indirecta por parte de los comunistas en poder”.
Los Escuadrones de la muerte en El Salvador no fueron ningún fenómeno nuevo durante la guerra civil —era una herramienta sancionada políticamente, producida en forma organizada por primera vez durante los años sesenta. La tarea principal de estas milicias paramilitares era la defensa del “status quo” socioeconómico de El Salvador y influir o sabotear elecciones generales.
Su obrero más importante y efectivo —sobre todo— fue la aterroriza al pueblo campesino.
— La política de Estados Unidos siguió como antes y solo el final de la Guerra Fría permitió la negociación de una paz en El Salvador que se basó en algo menos que una victoria total, Mark Danner —periodista y autor de “La masacre de El Mozote”— dijo a Revista Global.
La muerte visita la aldea
En las tierras altas del norte de El Salvador, la idea era que solo era cuestión de tiempo hasta que el FMLN y el ejército salvadoreño se enfrentaran en batallas grandes. A finales de 1981, El Mozote era una aldea calma, construido por unas veinte casas y sin conexiones documentadas con las guerrillas.
La “Operación Rescate”, por otro lado, había obligado a los civiles de Morazán a huir —y muchos buscaron refugio en El Mozote. En la tarde del 10 de diciembre, la aldea comenzó a llenarse de soldados del batallón Atlacatl, una tropa especial del ejército y fundada en la academia militar estadounidense en Fort Benning, Georgia. Atlacatl fue comandada por el coronel Domingo Monterrosa.
Había pocas razones para preocuparse, y mucho menos para huir. Los habitantes de El Mozote confiaban en el ejército que había patrullado en la región desde el inicio de la guerra civil un año antes —y que nunca había abusado de la población local de ninguna manera. Al revés, la población de El Mozote había alimentado a los soldados y les había dado la bienvenida a sus hogares.
Sin embargo, por la noche del 10 de diciembre, el ambiente era tenso —y llegaron helicópteros del ejército salvadoreño con refuerzos de tropas. En la madrugada del 11 de diciembre, Sr. Monterrosa ordenó a todos los ciudadanos reunidos en la única plaza de la aldea. El ejército exigió que todas las armas almacenadas en el caserío fueran sacadas y exhibidas, pero cuando la población no pudo presentar armas, los militares salvadoreños apuntaron sus propias escopetas en la dirección de los civiles.
Los hombres fueron separados de los demás y obligados a ingresar a la iglesia donde fueron ejecutados —muchos por decapitación con machetes.
En poco tiempo, las mujeres y los niños de El Mozote —que acababan de presenciar y escuchar el asesinato de sus padres, hijos y maridos— fueron violados y degollados y luego colgados con cuerdas de ramas de arboles. La víctima más joven tenía dos años.
Cuando todos los ciudadanos fueron ejecutados, los cuerpos y todas las casas de El Mozote fueron incendiadas. Entonces estaba claro que Sr. Monterrosa y el ejército salvadoreño iban a culpar la masacre al FMLN. Un hecho que podrían haber logrado —si no hubiera sido por el milagroso escape de Rufina Amaya de una muerte segura.
Antes de su huida, Sra. Amaya había presenciado el asesinato por decapitación de su esposo ciego Domingo Claro, y había escuchado los gritos de muerte de los cuatro niños, que abarcaban entre nueve años y ocho meses de edad (un quinto niño no estaba presente en El Mozote en el momento de la masacre, y así sobrevivió.)
Una narrativa en transición
Raymond Bonner todavía recuerda la noche en que él y la fotógrafa Susan Meiselas se prepararon para cruzar el río. Fue en “tierra de nadie” entre 1981 y 1982 y la Luna llena los miró del cielo arriba la frontera desolada entre Honduras y El Salvador.
Sr. Bonner y Sra. Meiselas iban a ser los primeros reporteros extranjeros para documentar la guerra civil salvadoreña desde esta perspectiva —a través de los ojos de la guerrilla.
Había mucho en juego. En Estados Unidos, el paquete de ayuda militar a El Salvador pendía de un hilo frágil y el presidente Reagan tuvo dificultades para convencer al Congreso —y sus votantes— sobre la necesidad de ampliar el generoso apoyo militar estadounidense a la dictadura salvadoreña.
Durante mucho tiempo la administración Reagan había evitado las críticas sobre su apoyo a la lucha “anticomunista” en El Salvador. Mucho se basó en la descripción de la guerra civil como un conflicto en el contexto de la Guerra Fría —un caso de “Este contra Oeste”.
En la zona rural de El Salvador, la retórica y los juegos políticos brillaron en ausencia —en la sombra de pobreza extrema y necesidad de reformas sociales. La pobreza y la represión política —según Mao Zedong— “son las aguas en las que nadan las guerrillas”.
En el aire sobre el agua a lo largo de la frontera entre Honduras y El Salvador, unidades del ejército patrullaban.
— Yo recuerdo que pensé: “Mira, algún francotirador en una colina podría acabar con nosotros fácilmente”, Raymond Bonner dijo a Revista Global.
Los guerrilleros “no llevan uniformes, ni usan helicópteros”
Al otro lado del río comenzó una expedición de dos semanas al corazón de la guerra civil. Sr. Bonner y Sra. Meiselas pasaron el Centroamérica rural. Campos estafadores, pueblos aislados, bóvedas de arcos celestes. Resistencia armada.
Los reporteros fueron informados sobre violaciones de derechos humanos. Listas de nombres de cientos de víctimas fueron seguidas de excursiones a aldeas donde los cadáveres —entre ellos cuerpos de niños muertos— se pudrían en la sombra de plátanos. Cuando se sentaron con Rufina Amaya, la imagen se aclaró sobre la magnitud de los hechos en El Mozote.
No estaba claro exactamente cuántas personas había ser ejecutados —y muchos “puntos críticos” de los combates en el Morazán todavía estaban bajo el control del ejército salvadoreño.
“No es posible para un observador que no estaba presente en el momento de la masacre para determinar en una forma independiente cuántas personas que murieron o quién las mató”, escribió Sr. Bonner en su reportaje principal por el New York Times —publicado algunas semanas después de su visita a El Salvador.
Según los campesinos salvadoreños eran soldados uniformados, algunos de ellos descendiendo en helicópteros, que fueron los responsables de la masacre en El Mozote.
“Los rebeldes en esta zona no usen uniformes ni helicópteros”, escribió Raymond Bonner.
“Reportajes con objetivos políticos”
El primer reportaje por Raymond Bonner sobre la masacre de El Mozote fue publicado el 27 de enero de 1982 —el mismo día en que el gobierno estadounidense envió su documento de certificación al Congreso, asegurando los “esfuerzos concertados y significativos” de la junta salvadoreña para mejorar la situación de los derechos humanos.
El documento de certificación fue una condición para expandir el paquete de ayuda militar de 200 millones de dólares —en el valor de la moneda actual— donde se destinaron 70 millones de dólares a ayuda militar de acuerdo con la “Ley de Asistencia Exterior”.
Una garantía de derechos humanos que el Congreso —por otro lado— no tuvo ninguna posibilidad de cuestionar la precisión y validez de los hallazgos en la certificación del presidente Reagan. La noticia sobre una masacre en una aldea en el norte de El Salvador, publicada en el medio de comunicación más prestigioso de Estados Unidos y del mundo no pareció molestar a la administración Reagan. Al menos no oficialmente.
— Las historias que detallan tales muertes con este tipo de frecuencia tienen un matiz de motivación política, Alan Romberg —entonces portavoz del Departamento de Estado— explicó al New York Times.
Lo contrario a la actitud relajada del Departamento de Estado de los Estados Unidos, la administración de Reagan ya había comenzado una campaña de difamación dirigida al reportero de la masacre —Raymond Bonner— y lanzada principalmente por Deane Hinton, entonces embajador de Estados Unidos en El Salvador, quien describió Sr. Bonner como un “periodista de opinión”.
— Entonces New York Times era un periódico poderoso —Raymond Bonner dijo a Revista Global— Lo que fue escrito en la mañana fue la noticia principal en las noticias de los canales de televisión en la noche.
Raymond Bonner y Alma Guillermoprieto —una corresponsal “stringer” de Washington Post, quien también dio la noticia sobre la masacre de El Mozote y la guerra civil salvadoreña escrita desde la perspectiva de la guerrilla— tenían sus nombres dibujados en el barro en un editorial por Wall Street Journal. “Propaganda”, el diario financiero llamó su periodismo.
La cobertura de la prensa estadounidense en El Salvador —según la tabla editorial de Wall Street Journal— siguió un estilo de reportaje al estilo de la Guerra de Vietnam “donde las fuentes comunistas recibieron mayor credibilidad que el gobierno de los Estados Unidos o el gobierno al que apoyaba”.
La campaña de difamación sobre los eventos en El Mozote pronto fue seguida por la ejecución por parte del ejército salvadoreño de cuatro periodistas vinculados al medio público holandés IKON el mes siguiente. Según el Comité para la Protección de los Periodistas, 24 reporteros fueron asesinados durante la guerra civil salvadoreña.
“Escucharé a mis hijos llorando”
Junto con la narrativa salvadoreña de regreso a la cuadrícula —y en línea con los deseos oficiales tanto de la junta salvadoreña como de la administración Reagan— el desarrollo de la nación centroamericana se presentó de nuevo como un conflicto “Este-Oeste”. Y no como una lucha contra injusticias históricas entre una oligarquía política con fuertes lazos con el capital occidental —contra una guerrilla nació por las demandas de una población campesina.
Algunos abusos en El Mozote nunca habían ocurrido. “Totalmente falso”, afirmó el coronel Alfonso Cotto, portavoz de las fuerzas armadas salvadoreñas, sobre la información sobre “cientos de civiles” asesinados por el ejército. Una posición oficial compartida por la administración Reagan —no solo con respecto a El Mozote, sino también a la guerra civil en El Salvador en general.
Cuando Rufina Amaya se sentó con Raymond Bonner pocas semanas después de la masacre en El Mozote, la conmoción, el trauma y el dolor todavía estaban encarnados. Aún no había regresado a la aldea desde que escapó de los fusiles automáticos, los machetes, las sogas y los abusos sexuales por el batallón Atlacatl.
“Si regreso, escucharé a mis hijos llorando”, Sra. Amaya dijo.
La próxima parte de “La Muerte en el pueblo” —“El cubierto de una masacre”— de pronto será publicada.